De manera fortuita ascendió a la superficie por la salida de cristal, la que tiene forma de pez extraño, y justo allí se hizo el primer selfie. Rauda, como cualquier otra millennial que ha recibido un buen entrenamiento, la colgó en Instagram, la compartió en Facebook y se la envío a sus padres por Whastapp. “Aquí, en la puerta del Sol”, tituló a la instantánea.
El cielo estaba encapotado, pero no hacía nada de frío. Así que empezó a recorrer calles, a comprar postales y a probar tapas castizas como si no hubiera un mañana. España era maravillosa y se felicitó por estar allí, justo en la antesala del invierno.
A menos de dos kilómetros del centro de la ciudad, entre las sombras y encerrado en un cubículo de madera, empezó a despertarse una especie de masa gris, con forma humana y cuerpo volátil. Lento, torpe y siniestro emitió un bostezó, abrió sus fauces y un pequeño temblor pudo notarse a lo largo de toda la Calle Mayor.
“¿Lo has sentido?”, le preguntaba una señora a su perrito. “Ha sido un pequeño terremoto”, decía el dueño de un restaurante. “A ver qué pone en Twitter”, sentenciaba un joven sobre un patinete eléctrico.
Con los ojos ya casi abiertos, sintió la madera fría, el olor a polvo y las duras placas que le obligaban a estar inmóvil y le impedían llegar a la superficie para poder asustar. El ente era oscuro y temible. Y él, consciente de su condición, quería salir a investigar, a dar un par de sobresaltos. Palpó cada centímetro de la caja recia y, después de minutos de minucioso repaso, encontró una rendija perfecta por la que podría salir y volver a entrar siempre que fuese necesario.
Tanya seguía pizpireta el recorrido ‘Descubre los secretos de Madrid’ que había descargado la noche anterior de un blog completamente especializado cuando, de repente, un inmenso rayo surcó el cielo de arriba abajo y se echó a llover. Incluso eso le pareció adorable y, sin mucho drama, puso en Google: “qué ver cuando llueve en Madrid”.
El buscador le sugirió visitar iglesias y catedrales. Solícita, se encaminó al templo más cercano caminando sonriente bajo la lluvia. Haría un par de fotos de los detalles del lugar y compartiría con sus amigos un poquito de la historia de España.
En el edificio blanquecino casi no había gente, tampoco a las puertas, ni en los alrededores. El día había terminado de nublarse y la gente se iba directa a sus casas. Nada más cruzar el portón de madera, sintió un frío helador. Algo rozó su brazo derecho y le hizo temblar. Se ajustó el abrigo y la bufanda para continuar con la visita, pero el frío era cada vez más intenso.
Ágil, como un adolescente, consiguió burlar todas las puertas del lugar, se deslizó por las escaleras, se encaramó a las paredes y descubrió a la chica que acababa de atravesar el umbral. Paciente como un monje budista eligió el momento justo para encontrarse con su brazo, para darle el susto de su vida. Invisible, como una buena criatura extraña, retrocedió hacia la rendija de entrada y de salida para esconderse de nuevo y esperar a su próxima víctima. Le gustaba su nuevo hogar, mucho más transitado y cosmopolita.
En medio del silencio, la chica gritó y sintió cómo el corazón se le salía del pecho. Algo real, que casi se podía tocar, había surgido desde el subsuelo y le había atravesado. Despavorida, miró hacia todos los lados en busca de auxilio. Había un monstruo en la catedral y le estaba persiguiendo. Buscó la salida a toda prisa, se tropezó con los bancos, las flores y las velas, y salió a la calle. Seguía lloviendo.