El primer golpe sonó tímido, justo al final de la tarde, cuando el sol apenas incidía de manera oblicua sobre las calles y el fresco común había ganado ya casi todo el terreno al día. Más que un golpe fue algo así como un traqueteo, un forcejeo sobre una superficie de madera, un arañazo contra una puerta como cuando intentas entrar a una nueva casa con un mueble, pero no eres capaz de imaginar el ángulo.
El segundo estruendo repiqueteó como una castañuela, pero si de verdad hubiera habido uno de estos instrumentos musicales en el cielo, sobre las cabezas de los vecino asomados al balcón, la pieza habría tenido que ser enorme, colosal, del tamaño de una nube a punto de descargar su rabia en forma de agua. Y, aunque el final del día podía llegar a ser más o menos fresco, como la mayoría de las tardes en la diminuta ciudad, nubes, desde luego, no había. Y sin nubes no había posibilidad de truenos, ni de lluvias, ni de ramblas.
El tercer movimiento se pareció al solo de un percusionista en su momento álgido. Justo en la parte del pentagrama donde pone que tú tocas y los demás se abstienen. ¡Boom, boom, tras, tras, cliiiin! ¡PLAS! Pero ni en la plaza, ni en el Seminario, ni en los barrios había conciertos agendados. De hecho, durante ese día, todos los músicos de la ciudad andaban componiendo entre blancas y corcheas, y del nuevo conservatorio solo emanaban figuritas de silencios que chocaban contra los viaductos en su ascenso a los cielos.
El cuarto rugido resonó como el lamento de una bestia cargada de un carro repleto ascendiendo por la Andaquilla, pero allí nadie andaba esperando a ningún Diego y si gritabas desde arriba, el barrio del Carmen apenas si te devolvía el eco de tu voz. “¿Hay alguien ahí?” “Solo tú, mujer, vuelve a casa a cenar, que queda mucho para febrero”.
El quinto bramido fue claramente animal y, si en la Andaquilla no había bestia, perfecto, pero no había que estar dotado de sentidos muy agudos para saber que algo estaba pasando. Todos los vecinos de la ciudad se asomaron a las ventanas, salieron por la puerta armados de linternas, palos y sacos, y se pusieron a buscar. Las niñas señalaban con la mano que les quedaba suelta en todas las direcciones mientras sus progenitores avanzaban de aquí para allá buscando y buscando.
La sinfonía de golpes, alaridos, repiqueteos y mugidos se volvió ensordecedora y la búsqueda infinita.